domingo, enero 23, 2005

Crónica del diálogo

No había tiempo suficiente para palabras de interés. Frente a frente, intercambiaban una mirada ligera como al pasar, una comida con prisas, echaban un vistazo a las agujas del reloj porque el tiempo apremiaba. Las tareas diarias estaban pendientes por hacer. Y por hacer había demasiado.
Es la lucha por la vida o por la supervivencia, el afán cotidiano de los que pelean a brazo partido para obtener un plato de comida, un paquete de arroz, una pensión, una bolsa de pan. Salir a la calle a batallar a cualquier hora del día o de la noche. Eso no importa. Pero tienen que defender lo que no poseen, lo que necesitarían poseer para vivir una vida más digna.
Esa contienda es el esfuerzo transformado en el arrebato en que se consumen sus horas. No se dan cuenta, no pueden percibirlo. El tiempo pasa pero no pueden verlo. Día tras día, mes tras mes, año tras año y la vida continúa.
En la espera, beben apresuradamente, limpian la mesa, lavan la ropa, riegan las plantas, se visten en un segundo y salen raudos porque el tiempo los apremia. En medio de tanta prisa no se puede hablar de nada. O sí se puede, pero carece de sentido. No están en condiciones de escuchar. Están listos y armados interiormente, sólo, para escuchar lo que sucede afuera, en la calle, donde está la crisis, donde acecha el enemigo: la pobreza, la falta de piedad.
No hay nada de qué hablar, nada interesante acerca de qué debatir. La urgencia los envuelve de tal forma que se ven atrapados en la dirección contraria a sus hogares.
Es tarde ya. La hora se ha ido. Regresan disfónicos de tanto grito, de tantas voces hablando fuerte a la vez, de tanta deliberación. Llegan cansados, alterados. No hay modo de iniciar un diálogo. No hay sentido tampoco. Al final del día están agotados, nerviosos. La jornada no fue productiva, evidentemente. Habrá que esperar hasta el día siguiente cuando, seguramente, las cosas mejorarán. ¿Mejorarán? No lo saben, pero mantienen intacta la esperanza. No se les puede quitar la creencia. Es lo único que poseen: la esperanza en un mundo mejor. ¿Hay derecho a arrebatarles la quimera? No, no lo hay.
El silencio continúa como si fuera un grifo mal cerrado que pierde agua. No lo notan. No es que no quieren, no pueden reparar en él. No hay tiempo suficiente para detenerse a escuchar las voces del silencio. No es importante lo que sucede adentro; lo único importante es prepararse para que los de afuera no invadan. El resto es obnubilación mental.
Y la vida continua, claro. No puede inmovilizarse solamente porque se trata de ellos. Las agujas del reloj siguen su curso y el tiempo se va. ¡Lástima! Se pierden lo mejor de sí: el diálogo con el alma, el diálogo con el otro que está allí para escucharlos. Por atrapar las horas que se van, se pierden el tiempo que jamás regresará. Por salir en busca de un ideal se están perdiendo un rato más en la almohada, la escondida del sol, el intercambio de miradas, la voz interior.
En pos de la ilusión de una vida mejor pierden la ocasión de vivir la única que existe, pierden el diamante más valioso que poseen: el tiempo para sí mismos. ¿Ceguera espiritual? ¿Errada ilusión?

Córdoba, 01-09-2003

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