miércoles, mayo 04, 2005

Diana

Fotografía: "Diana/Artemis" Stepping Stone / Garden Plaque, por Ann & Jon Maglinte.
Yo estaba de pie con los ojos cerrados, vertical entre los muertos, cuando la vi. Sobre mi espalda se arrastraba el peso devastador de aquellos mezquinos e impunes cadáveres que no molestarán. Lo más interesante de algunos muertos es que ya no pueden decir (digo bien ‘algunos’, sí, porque no es bueno generalizar y meter a ‘todos’ en la misma bolsa, hay ‘otros’ que sí nos hablan y ¡qué suerte que lo hagan!).
Permanecía allí en medio de la nada.
Diana comenzó a caminar paseándose por un pasillo curvo de calas amarillas. Conté sus pasos: noventa y ocho pasos dieron sus zapatos en un ir y venir como noventa y ocho campanadas que retumbaban detrás del pequeño círculo de aquella ventanilla. Miré sin ver, con mis ojos sumergidos en el vacío, desde la contundente miseria que exhibe cada uno de los muros. En silencio.
Me invitó a un café y me senté a la izquierda, a su lado. Presentí que era un ser humano. Hacía calor y tenia sed. Me miró y sólo le pedí agua. Me ofreció tres vasos, me dio el suyo también. Parecía la celebración de algún aniversario perdido en el tiempo. La mañana nos deleitó con un cielo diáfano del que emergieron sesenta y cuatro rosas rojas para ornamentar a los duendes que revoloteaban en la invisibilidad del aire. Pude verlos: llevaban las flores que colgaban de sus cuellos como guirnaldas matemáticamente dispuestas de dos en dos.
Mi vientre y mi garganta intentaron esconder los harapos de la desconfianza para que no saltaran a la superficie en un estallido atroz. Aquello hubiera resultado ininteligible en aquel momento, en aquel lugar. De haberse disparado alguno de ellos, hubiese quedado con la indigencia al desnudo después de los alaridos: ‘¡Ya no creo en nada, en nada!’, ‘¡Ya no creo en nada ni en nadie!’. No, mejor no. Preferible continuar en el mutismo, sí.
Las calas amarillas se habían esfumado misteriosamente.
Las mesas estaban ordenadas como para un banquete: blancas, redondas, limpias, delicadas. Diana apareció enfundada en unos pantalones blancos y camisa negra. Blanco y negro, pensé: la dicotomía entre la claridad y la oscuridad, las dos únicas caras posibles de esta vida incolora. La noche era cálida, el cielo estrellado. Conté nuevamente sus pasos que subían y bajaban escaleras y ascensores, también sus pasos hasta el escenario. Mil novecientos noventa y ocho pasos en toda la noche. Bebí dos copas de vino y un par de botellas de agua mineral. Aquello sí que parecía la celebración de algún otro aniversario que la gloria me ha robado.
Diana estaba sentada fumando un cigarrillo. Yo permanecía de pie pero con los ojos abiertos. Fue entonces cuando ella me dijo... ella me dijo... ella me dijo... Y yo le creí. Volví a confiar en las palabras de alguien nuevamente. Le creí.
Los cuerpos de los hombres y de las mujeres flotaban como si tuvieran vida propia. Las luces dicroicas esparcían, como flechas, sus rayos rojos, azules, verdes, del suelo hacia el techo. Miré a mi alrededor. No había pasillos, ni cadáveres, ni calas amarillas. De las estrellas parecían desprenderse sesenta y cuatro rosas rojas como fuegos de artificio para un festejo inesperado.
Las hadas invisibles parecían sonreír al son de una música muda.
Mi vientre y mi garganta escondieron los harapos de un vestido con bolsillos desfondados por las monedas ausentes.Aún le creo. Será mi diosa de la luna.
04/05/05

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